Pies de prieto (Cuento)
Pies de prieto (Cuento)
Son las doce del día y estoy en una cancha de concreto
rodeado de niños que quieren jugar futbol. ¿Quién en su sano juicio está
despierto a estas horas un sábado? Peor aún, ¿Quién carajo está en una primaria
ubicada en un vecindario de mala fama para cubrir sus horas de servicio social
y no se queda a archivar torres de papeles en el aire acondicionado de una
oficina?
La respuesta la tenía una chica atractiva, que dirige las
actividades y me pide que organice la reta de futbol, que me contaría como
horas, mientras los demás hacen campañas de lectura y nutrición con los niños
de la escuela y la colonia.
Para organizar el partidito viene conmigo un chico que debe más
horas de servicio, con pinta de “mirrey” si me permiten el prejuicio, debido a sus
tenis de futbol de un color tan brillante como los vidrios rotos que están en
los alrededores de la cancha.
-Nos dividimos ¿Va? ¿Quién quiere jugar conmigo?- pregunta
el mirrey y se van la mitad de los niños que empiezan a señalar a los más
habilidosos de su escuela para incluirlos.
Volteo a mi izquierda y a mi derecha, junto a mí están: el
más flaco, el más chaparro, dos niños que tienen pinta de que solo corren
cuando ven al que vende las empanadas, un par de niñas con sandalias y para
colmo, el último en llegar, no trae tenis, ni siquiera zapatos, corre descalzo
en el cemento a más de 30 grados de temperatura.
-¡Vamos chavos hay que ganar!- Arenga el mirrey a sus niños
al ver que pasan las chicas del servicio social, algunas alientan a los niños,
mientras las demás van a leer cuentos a los que no quisieron exponerse al sol.
“Ese (me señala) no trae nada, que no les de miedo” dice el mirrey mientras los
niños voltean a verme, “te voy a bajar de una patada cabrón” pensé.
Comenzamos a jugar, la temperatura aumentó unos grados más,
los niños atoraban la pelota en medio campo, parecía que jugaban a aplastar el
balón o pisar al compañero, hasta que alguien se le ocurre reventarla.
En tanto, yo estaba amarrado en la portería, el único loco
con zapatos negros en el lugar, que me quemaban los pies, veo venir a un niño
que esquiva con facilidad a mis temibles zagueras que apenas y pueden con sus
sandalias. El delantero no tiene piedad y me revienta con un tiro para
clavarnos el primero.
Si mis estadísticas no me fallan, no recibía un gol tan
infame desde primaria, cuando prefería jugar descalzo, para que no se burlaran
de mis zapatos, pues en esos años mis primos no tenían tenis nuevos para
regalarme los viejos, con los pies desnudos porque así aprendí en el pueblo de
mis abuelos, porque de esa manera corría con mayor libertad y tendría mejor
contacto con la pelota.
Para tratar bien el balón, a veces había que dejar que los
pies respiren, eso me costó perder las uñas unas veces, un par de torceduras,
los pies quemados y algunas mentadas de madre. Mantuve la costumbre de jugar
así, hasta los 17, tal vez cuando más adulto te vuelves, menos riesgos quieres
correr y menos que te vean como loco por jugar al futbol sin protegerte los
pies.
-¡Pásala! ¡Rápido!- Me dice el niño que vino descalzo a
jugar, quien me saca del recuerdo, le suelto la bola para que se ocupe de lo
suyo. Un drible fácil, la pisa y la regresa al chaparrito que grita con todas sus
fuerzas por la pelota, el flaco pide un centro para pegarle de cabeza, mientras
yo me quito los zapatos, como si me dispusiera a pisar suelo sagrado.
Libre de mi calzado y mientras sentía como se cocinaban mis
pies a término medio, corrí para pedirle la pelota al flaco, quien me la regresó,
le hice un túnel al mirrey, “Eh túnel” atinan a gritar unos niños, mientras mi
marcador se queda sembrado en el concreto con sus tenis brillantes.
Me quemaba como me imagino le pasó a cierto tlatoani (o al
menos así me hacía la idea con lo que nos contaban en los libros de historia,
en la primaria) y no solo la pelota quema, las patadas también, la mejor opción
siempre era pasar la pelota.
Se la regreso al escuincle sin zapatos que viene desde
atrás. Aprovecha el bote raro de la pelota y le pega con una fuerza que escucho
casi sus dedos doblarse por la pelota. Ponemos el empate y ya con la moral para
arriba, los siguientes 30 minutos fueron más fáciles para la goleada.
Ni Bebeto y Romario fueron mejor dupla que nosotros ese día.
Al final, nos sentamos en la sombra, el niño me pide dinero
para un agua, “mejor toma de mi botella, te la regalo” le pregunto, en parte
por curiosidad, otra por estupidez antes de que se vaya, “¿Por qué viniste
descalzo a la escuela?” por supuesto, sabía la respuesta, aunque eso no le
quitaba lo increíble.
-Es que no tengo zapatos- atinó a decir, antes de que se
fuera le di la pelota, después me metí en un problema por dar material del
servicio social de la escuela.
Pero el niño, sonriente, corrió hacia su casa con un balón
en las manos y los pies prietos por el sol.
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